Comenzamos el nuevo año el día 1 de enero. Después de la noche vieja, con el cuerpo resentido todavía por la fiesta nocturna, exuberante y jubilosa, amenizada por el ritual de las doce campanadas y por las efusivas felicitaciones y deseos de felicidad, un nuevo año se abre a nuestra esperanza y a nuestras aspiraciones. El día primero del año se perfila para nosotros como un nuevo horizonte, como una nueva andadura que queremos estrenar con un nuevo estilo y con un paso renovado. El tránsito del año viejo al nuevo ha sido vivido desde antiguo, por hombres de culturas diferentes y de credos religiosos que nada tienen que ver con el nuestro, como una experiencia de renovación y de cambio, de ruptura con el pasado viejo y de entrada en un nuevo orden de cosas. La historia de las religiones abunda en testimonios altamente significativos en este sentido.
Para los que creemos en Jesús, los motivos que impulsan las celebraciones del comienzo de un nuevo año nos remiten indudablemente al evento de la creación del universo y al acontecimiento pascual de la liberación del Éxodo; eventos que culminan con la Pascua de Jesús, por la que surge una nueva creación, un ser nuevo renovado y libre, diseñado y construido a la medida y a imagen del Jesús de la Resurrección, primicia del hombre nuevo y de la creación nueva. Por eso Jesús se sitúa en el centro de la historia, como principio y fin de todas las cosas.
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