
Si nosotros somos los agricultores de nuestra semilla de fe, no esperemos que la semilla crezca y se desarrolle por sí sola. Es una cosa tan natural el cuidado y manutención de una semilla, y más si se trata nuestra propia fe.
Tal vez nosotros tenemos una semilla para ser un gran árbol frondoso, de raíces que necesiten espacio para crecer. Sin embargo no nos damos cuenta y la tenemos en una “macetita” de adorno y encerrada. ¿No será ese nuestro caso? Que en nuestro interior sentimos las ganas de irradiar nuestro amor a los demás. Es porque Dios nos ha dado un gran corazón. Y lo tenemos “cerradito cerradito”.
Si Dios no plantó en nosotros una semilla de un árbol, sí la de una flor. Como la de una violeta. Es pequeñita y muy hermosa. Pero necesita de un ambiente, muchos cuidados, momentos de sombra y sol. Incluso necesita amor, de lo contrario moriría. Este cuidado lo necesita tanto el gran árbol como la flor más pequeña. Comparémosla con nuestra fe. El cuidado debe ser día a día. Aquí entra la dificultad. Pero qué maravillas puede producir un sencillo cuidado en nuestra fe, y el olvido, el peor de los males. Al final de la vida nos pedirán cuentas de nuestra propia semilla.
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