viernes, 3 de junio de 2011

MUERTO, VIVE PARA SIEMPRE

Estábamos de rodillas frente al lecho de Juan Pablo II. El Papa yacía en la penumbra, aunque la luz era tenue, a él se le veía bien. Al fallecer, el arzobispo Dziwisz, se levantó, encendió la luz y aunque emocionado con voz firme comenzó a cantar : “ A ti oh Dios te alabamos”. Al ver a don Estanislao, nos dimos cuenta de que empezábamos una nueva etapa: Juan pablo II ha muerto: quiere decir que vive para siempre. Aunque el corazón sollozaba y el llanto oprimía la garganta, seguimos cantando. A cada palabra, nuestra voz se volvía más segura y más fuerte. El canto proclamaba: “vencedor de la muerte, has abierto a los creyentes el reino de los cielos. Así con el himno del “Te Deum” glorificamos a Dios, bien visible y reconocible en la persona del Papa.
Quienes entraban en contacto con Juan Pablo II, se encontraban con Jesús, a quien el Papa representaba con todo su ser. Con la palabra, el silencio, los gestos, el modo de proceder en el espacio litúrgico, el recogimiento en la sacristía: con todo su modo de ser. Se notaba inmediatamente: era una persona llena de Dios. Y para el mundo había llegado a ser signo visible de una realidad invisible, también a través de su cuerpo desgarrado por el sufrimiento de los últimos años. A menudo bastaba mirarlo para descubrir la presencia de Dios y , así comenzar a rezar. Antes de cada celebración, iba a confesarme. Necesitaba recibir la absolución para estar al lado de él.
Cuando se está al lado de una persona santa, cuando el hombre de algún modo palpa la santidad, ésta se irradia en toda la persona. Pero al mismo tiempo se experimenta la tentación: al espíritu del mal no lo agrada el aire de santidad.
Hacia las tres de la madrugada salí del apartamento del palacio apostólico. En la calle Borgo Pio había una multitud de gente: caminaban en silencio pensativo. El mundo se había parado, se había arrodillado y había llorado. Durante los días sucesivos, Roma se había convertido en un cenáculo: todos se comprendían, aunque hablaban idiomas diversos.
Estuve en contacto con el Papa siete largos años durante su vida, pero también cuando su alma se separó del cuerpo. En el momento de la muerte sólo nos quedan los restos, que se volverán polvo: el cuerpo se deshace y la persona es acogida en el misterio de Dios.
Cada día celebro la Misa en las grutas Vaticanas. Observo cómo los empleados de la basílica y todos los que van a trabajar a los distintos dicasterios y oficinas del Vaticano, los gendarmes, los jardineros, los conductores, comienzan la jornada con un momento de oración ante la tumba de Juan Pablo II: tocan la lápida y le mandan un beso, y eso lo hacen todas las mañanas.
Desde el año 2005 el Papa había comenzado a debilitarse cada vez más. Caminaba con mucha dificultad. Con el arzobispo Piero Marini participamos durante cinco años en los sufrimientos del Papa, en su heroico combate consigo mismo para soportar el sufrimiento. En los últimos años de mi servicio a su lado me di cuenta de que la belleza siempre va unida al sufrimiento. No se puede tocar a Jesús sin tocar la cruz: el Pontífice estaba probado por el sufrimiento, pero así era sumamente bello, en cuanto que con alegría ofrecía todo lo que recibió de Dios y con alegría devolvía a Dios todo lo que de Él había recibido.
El atleta que caminaba y esquiaba montañas ahora había dejado de caminar; el actor había perdido la voz. Poco a poco le había sido quitado todo.
Antes de comenzar el funeral Mons. Dziwisz y Mons. Marini cubrieron el rostro del Papa con un lienzo de seda: toda su vida estuvo cubierta y oculta en Dios. Yo estaba al lado del féretro y tenía en la mano el Evangeliario. Karol Wojtyla no se avergonzaba del Evangelio. Vivía según el Evangelio. Resolvía según el Evangelio todos los problemas del mundo y de la Iglesia. Según el Evangelio construyó toda su vida interior y exterior.
Si quisiera indicar lo que es más importante para la vida sacerdotal y para cada uno de nosotros mirándolo a él, podría decir: no ocultar a Dios en la propia vida, sino mostrarlo y ser signo visible de su presencia. A Dios nadie lao ha visto jamás, pero Juan Pablo II lo hizo visible a través de su vida.
(Testimonio de Konrad Krajewski. )

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